Los otros trabajadores esenciales


Marlon Gomez | 4/2/2020, midnight
Los otros trabajadores esenciales
Un par de guantes azules y una oración, esas son las únicas protecciones que Ana G. (51) lleva a diario con ella mientras hace sus labores en una ciudad donde muchos trabajan desde casa debido al riesgo de contagio del COVID-19. |

Un par de guantes azules y una oración, esas son las únicas protecciones que Ana G. (51) lleva a diario con ella mientras hace sus labores en una ciudad donde muchos trabajan desde casa debido al riesgo de contagio del COVID-19.

En momentos en que la labor de médicos, enfermeras y personal de salud de emergencia son considerados vitales, otros miles de trabajadores forman parte de ese grupo esencial, aunque sus trabajos no sean valorados de la misma forma.

ANGUSTIANTE

Como millones de trabajadores indocumentados, Ana G. no recibirá la ayuda monetaria aprobada por el Gobierno Federal que sí recibirán los ciudadanos de este país. La medida le parece muy injusta porque durante los catorce años que tiene viviendo y trabajando en este país ha contribuido con la sociedad y ha pagado impuestos. “Mi único delito es ser indocumentada”, dice, resignada, y nos subraya que nunca cometió infracciones ni delitos en este país.

Estas personas trabajan en los supermercados o en las gasolineras; son los conductores de camiones que aseguran la cadena de distribución de alimentos; son los trabajadores de las empresas que proveen servicios públicos (agua y electricidad) o el personal encargado de recoger los residuos de todas las viviendas de la comunidad. El trabajo de estas personas nos garantiza el acceso a productos o servicios básicos para soportar el aislamiento social impuesto por las autoridades.

Como ellos, otro grupo de trabajadores, la mayoría indocumentados, es muy significativo en esta crisis de salud: los encargados del saneamiento e higiene de todo tipo de instalaciones.

El trabajo de Ana G. consiste en limpiar y organizar las áreas en las que duermen y trabajan otras personas. Hasta hace unas semanas, Ana G. se reportaba a trabajar en un hotel: su jornada comenzaba a las ocho de la mañana y se extendía hasta las cinco de la tarde.

Una hora después se presentaba en su segundo empleo. Por cuatro horas limpiaba áreas de un edificio de oficinas en el que operan varias organizaciones y empresas. Para Ana G. un día normal comenzaba a las 8am. y terminaba a las 10pm. Ese horario extenuante garantizaba el sustento para ella, su hija de dieciseis años y su familia que vive en El Salvador.

La pandemia provocada por el COVID-19 golpeó el presupuesto de Ana G.: perdió su empleo en el hotel como consecuencia de la reducción de costos y ahora solo depende de su empleo de medio tiempo, en que gana alrededor de ochocientos dólares al mes. Con ese dinero, Ana G. deberá ingeniarse para pagar la renta y la comida diaria.

“Paso las noches con un intenso dolor de cabeza provocado por pensar cómo vamos a hacer. Miro a mi hija dormir y le agradezco a Dios que ella no tenga preocupaciones y pueda descansar tranquila, pero se me van las horas pensando cómo estirar este dinero y qué hará mi familia si no les puedo enviar dinero”, nos comparte Ana G.

Esta realidad le hace pensar en lo que tantas veces ha deseado secretamente: regresar a casa. “El Salvador se escuchaba muy bonito como era vivir aquí, pero nadie nos contaba sobre la otra cara. El sacrificio es duro. A mí me tomó cinco meses de travesía cruzar la frontera. Aquí me estafaron y pasamos muchas dificultades. Vivir aquí sin papeles no ha sido fácil y muchas veces pienso en que me gustaría regresar, pero temo por mi hija. Escucho historias de jóvenes que regresaron a mi país desde aquí que son amenazadas, y si no entregan dinero a las maras, estos se llevan a las jovencitas, las violan y las matan. Mi madre me dice que, aunque nunca podamos volver a vernos es mejor que me quede aquí hasta que mi hija tenga una vida formada”, nos revela Ana G. con tristeza en sus ojos.

La realidad le devuelve la fortaleza. Ana G. sabe que no hay un momento que perder. La responsabilidad llama. Mientras encuentra otro empleo, agradece tener un pequeño ingreso y le pide a Dios que proteja a su familia de un posible contagio, algo que en este país representa una terrible amenaza: no cuenta con seguro médico ni dinero para pagar por la asistencia de salud.

La necesidad impulsa a Ana G. aunque su empleador no encuentra mascarillas que la protejan de la peste. Su protección son solo un par de guantes azules y su fe en Dios.